domingo, 15 de agosto de 2010

La judicialización de la política


Tradicionalmente, y por más de 120 años, la solución de los diferendos políticos se dio en su seno a través de los denominados colegios electorales.
El primer intento de judicializar la política se produce en el último tercio del Siglo XIX, en La Suprema Corte de Justicia de la Nación, por virtud del interesante debate entre dos de los más grandes juristas de ese siglo; José María Iglesias y Don Ignacio L. Vallarta y es conocido como “ La tesis de la incompetencia de origen” propuesta por Iglesias a partir del supuesto de que las dos primeras leyes de amparo de 1861 y 1869 no contemplaban explícitamente dentro de los derechos protegidos a los derechos de naturaleza política ni procedimiento judicial para ello; pero tampoco existía en aquel entonces causal de improcedencia como lo contempla a partir de 1936 el artículo 73 fracción III la legislación reglamentaria de los artículos 103 y 107 de la Constitución Federal vigente.
Otro contexto necesario es que en esa época de la historia de México existía un ambiente de mucha tensión entre la Suprema Corte y el Congreso de la Unión y a juicio del Ministro Iglesias, en aquel entonces Presidente de la Corte, era necesario reiterar la igualdad de ésta frente a los otros dos poderes.
De varios casos aislados que conoció la Corte sobresale el célebre “Amparo Morelos”. En este caso, varios hacendados del Estado de Morelos, a través del juicio de Amparo, impugnaron a la Ley de Hacienda Estatal del 12 de octubre de 1873, por considerarla violatoria del artículo 16 de la Constitución federal de 1857; al integrarse el quórum de la legislatura que aprobó dicha ley con el Diputado Vicente Llamas, el cual había sido electo, a pesar de que la Constitución local prohibía su elección por ser jefe político de un Distrito; además de que el general Leyva -quien promulgó la ley- fue reelecto como Gobernador, en contra de la prohibición expresa de la Constitución estatal, que no había sido reformada en los términos prescritos por ella; y, que aun suponiendo debida y legalmente reformada la Constitución para permitir su reelección, el General Leyva fue reelecto por menos de las dos terceras partes de los votos que exigía la propia Constitución reformada.
Al resolverse en revisión este amparo turnado al Ministro Iglesias para su resolución, éste sostuvo en su ponencia la “Tesis de la Incompetencia de Origen”, bajo el argumento de que si el amparo cabría contra todos los actos de autoridad incompetente, procedía por lo mismo contra los actos de las falsas o ilegítimas autoridades que habían sido elevadas al poder sin contar con el voto popular o que resultaron electas infringiendo las bases electorales de la Constitución Federal o de las Constituciones de los Estados.
En contra de este criterio se alzó el Ministro Vallarta presentando un voto particular en contra que se puede resumir esencialmente en aquel famoso comentario que le hizo a Iglesias acerca de que éste trataba de evitar la dictadura política implantando una dictadura judicial. El voto se fundamenta básicamente en que los conflictos político-electorales no podían tener soluciones judiciales, es decir, que sobre ellas no podía plantearse controversia alguna que los tribunales tuvieran competencia para resolver, ya que estos conflictos inciden en las relaciones políticas de los poderes públicos, o en la organización misma del gobierno y por lo tanto, no afectan los derechos reales o personales protegidos por las garantías individuales reconocidas en la Constitución vigente, ni se trataba de invasiones a la soberanía de los estado o leyes y actos de éstos que invadieran la esfera de autonomía federal; y, que la Suprema Corte no estaba facultada expresamente por la Constitución de 1857 para revisar los títulos de legitimidad de las autoridades locales, por lo que resultaba igualmente inconstitucional la actuación de la Suprema Corte dejando en entredicho el apotegma de Iglesias “sobre la Constitución nada; nadie sobre la Constitución”.
Esta breve historia concluyó cuando Vallarta llegó a la presidencia de la Corte y lo que había sido su voto particular en contra de la tesis Iglesias se convierte en jurisprudencia, que tuvo vigencia plena hasta 1977 y sus efectos duraron hasta 1996. Por su parte, Iglesias, en su calidad de Presidente la Suprema Corte, desconoce la elección presidencial por la que se pretendía reelegir Lerdo de Tejada y, aprovechando la huida de éste ante las derrotas que sufre a manos de Don Porfirio Díaz en la llamada revolución de Tuxtepec, asume el poder como Presidente Sustituto por Ministerio de Ley el 31 de octubre para ser destituido por el General Díaz el 28 de noviembre del mismo año de 1875. Decepcionado Iglesias de la vía judicial para alcanzar el poder presidencial, contiende abiertamente por la Presidencia de la República y sufre una derrota electoral aplastante, por lo que se refugió en la vida privada, hasta su muerte en 1891.
Releído lo anterior a la distancia de los tiempos no me queda la menor duda de que en este maravilloso México el estado de las cosas poco cambia o casi siempre se repite la historia. Es incuestionable que en la época de Iglesias y Vallarta la lucha por el poder entre los grupos del centro y de la mentada provincia era encarnizada y sobre todo si tomamos en cuenta que el provinciano Don Benito Juárez arriba a la Presidencia de la República desde la Presidencia de la Suprema Corte y permanece 14 años en ella, desde 1858 y hasta 1872, sin necesidad de ser legitimado por proceso electoral alguno, tal vez por que contaba con una legitimación de origen dada su intachable conducta y sólo un infarto lo remueve del cargo. Ya lo decía Mariano Otero subrayando la soberanía de los estados confederados:
“Los Estados Mexicanos por un acto espontáneo de su propia individualidad soberanía, y para consolidar su independencia, afianzar su libertad, proveer a la defensa común, establecer la paz y procurar el bien, se confederaron en 1823 y constituyeron después en 1824 un sistema político de unión para su gobierno general, bajo la forma de República popular, representativa, y sobre la preexistente base de su natural y recíproca independencia”.
Algunos importantes tratadistas han advertido en la incursión del poder judicial al tema político un riesgo latente de desequilibrio entre los poderes y el natural debilitamiento del Poder Legislativo en su camino a convertirse en Parlamento.
En otro aspecto desde el punto de vista del desarrollo de una cultura de conocimiento y tolerancia, la solución judicial no debe tenerse como permanente, ya que si bien da seguridad y confianza en el gobernado y fortalece la relación entre la creación y operación legítima del estado, también constituye al tiempo una camisa de fuerza que inhibe el desarrollo de características humanas como la tolerancia a la otredad que impide la madurez social, al darse el riesgo de constituirse en una dictadura judicial.

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