lunes, 22 de febrero de 2010

Porque mienten los políticos


Para decirlo de un modo más sencillo: ¿conoces algún político que diga la verdad? Hay excepciones sin duda y ni la edad ni el tiempo les ha amilanado en el ejercicio limpio de decir lo que piensan, pero el porcentaje de embusteros, vendedores de sebo de culebra y de mentirosos es demasiado abrumador. No sé si ocurrirá igual en otros estados, para los fines y cometidos de esta crónica, basta y sobra lo que está aquí en el ambiente.
¿Qué es lo que aprende como prioridad fundamental de su futuro el recién llegado a la política?: a mentir. Es adiestrado en la gravedad de tonos para, según la ocasión, lanzar el sofisma: solemne si es una idiotez de “Estado”; optimista si revela un “éxito”. O dramático si tiene que rebuscar algún circunloquio con el cual envolver a su oyente o auditorio cautivo, si ya está saliendo de amateur. La mentira es su divisa.
No sólo los legiferantes se hacen llamar políticos. Son los más visibles porque salieron del anonimato eterno de sus pueblos o distritos para dar testimonio de vida, diciendo cualquier cosa, en la capital y desde los medios de comunicación. En cuanto uno de estos constate la existencia de hablantines les “consulta” para toda naturaleza de eventos. Hay ignorantes ilustres a los que se conocen declaraciones sobre la rotación de la Tierra y, a la vez, acerca del frío en la altiplanicie sureña. La incontinencia, con tal de salir ante cámaras, micrófonos o por escrito, es una tara a la que reputan como virtud.
Para muestra un botón bastante conocido. Cuando el político mentiroso asegura que va a una cita, es casi seguro que ocurrirá todo lo contrario. Ni siquiera pide disculpas o da una excusa atendible, simple y llanamente se burla en él o los interlocutores. A veces envía en su reemplazo a un asesor, eufemismo simpático para aludir al cargador del maletín lleno de papelería inane o al verdadero investigador de proyectos de ley que cobra la cuarta parte del sueldo asignado.
No causa sorpresa entonces que el público común y corriente odie a los políticos. Los concejales no son los únicos de esta naturaleza proterva. También los burócratas de alto rango que se hacen esperar horas de horas para, al final del día, comunicar vía sus secretarias que “no pueden atender” o cosas indignantes por el estilo. La devoción a quienes les pagan sus sueldos, es letra muerta.
¿Preparan los partidos políticos a los futuros líderes? En realidad no existen los llamados grupos así. Hay clubes electorales que reconocen amiguismos como estructuras y sociedades plenas en compinches y partícipes de negocios múltiples. Depende el éxito de las gestiones, del adentramiento que tenga cada quien con tal o cual capitoste. Y, además, el asunto camina por montos y de lo que se trata. No es lo mismo una carretera que un contrato de concesión por 20 años. Hay un escalafón no escrito de la inmoralidad que todos respetan religiosamente, con Ave Marías y liturgias múltiples. La santidad del delito es arropado con la ley de los abogángsteres, especie que aquí producimos a niveles de exportación.
El novato que adviene a la vida cívica lo hace en términos de profundo desconcierto. Le bombardean el cerebro inculcándole que la política es sucia per se, pero mañosamente no se alude al político mentiroso, fuente cancerosa de esta desviación abominable. Le enciman tildando de infecta a la política, pero le castran la ambición de servir a la patria a través de un ejercicio político limpio y basado en el respeto a los contribuyentes. Es cierto, el 90% de nuestros políticos fue antes cualquier cosa, menos gente dedicada al ejercicio cívico de construir una patria. Sin mayor constitución histórica o intelectual, llegado por el fasto de la casualidad del voto, su ejercicio casi es un meretricio porque funda su base de dudosa legitimidad en la dinámica de quien o quienes ejerzan presión para tal o cual cometido. Es obvio que si estamos como estamos, en no poco se lo debemos a las castas políticas con, dijimos antes, honorables y muy raras excepciones.
Si al ladrón, al caco, al criminal, se le engrilleta privándole de libertad por la comisión delictiva de sus actos nocivos, ¿qué se hace con el político mentiroso? ¿Se le corta la lengua o se le fusila moralmente? Imprescindible no olvidar que detrás de estos políticos hay una taifa de periodistas, empresarios, publicistas, negociantes, burócratas tan o más inmorales porque cohonestan este juego sucio y perverso.
La inseguridad domina nuestro entorno
Cuando en una conversación se habla de la violencia el silencio es absoluto. Este problema proviene de muchos fenómenos como el desempleo y las crisis entre otros. Se ha originado un círculo consecutivo que va de la negación de la existencia de los robos, secuestros y demás por parte de las autoridades y por parte de los ciudadanos de forma distinta que va hacia el miedo de ser víctima.
Las autoridades deben ser responsables de todo lo que les corresponde en nuestro estado, pero a la vez los ciudadanos somos responsables de permitir lo que no queremos, nosotros debemos de exigir lo que necesitemos, pues para eso está el gobierno. Si el gobierno no se encarga de sus asuntos entonces la culpa de alguna forma recae en el pueblo porque es el que no debe permitir la situación y es quien debe de poner un límite.
Uno de los pretextos del gobierno es el del presupuesto, que para poder tomar control de la situación se necesita dinero, lo gracioso del asunto es que hoy se conoce que el presupuesto federal para seguridad pública tiene un sub ejercicio. Según la UNESCO, lo ideal es destinar 4% del PIB a políticas de prevención de delitos y seguridad, pero en México el presupuesto total en este rubro apenas llega a 1% y son subejercicios a pesar de que para mejorar la situación del estado México se necesita más de lo normal.

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